jueves, 12 de enero de 2017

‘Yo no soy mi cerebro’; y si ya sé que me habría engañado muchas veces él, entonces, ¿quién…?

  
Del mismo modo que lo visto sobre la pantalla desde un televisor no es el procesamiento de información codificada según vaya teniendo lugar en sus circuitos, electrónicos, ninguna determinada percepción consciente tenida para cada momento podría ser tampoco cualesquier procesos fisiológicos que tuvieren lugar por los otros -neuronales- del cerebro; sino tan sólo una forma, con la cual intentaría éste hacer inteligible ciertos resultantes de aquellos procesados.

  
Dicho sencillo, lo que sentimos conscientemente a cada momento no es cuanto está pasando en el cerebro, sino tan sólo sus conclusiones. Siendo entonces la consciencia el resultado del procesamiento cerebral, es natural que todo éste último anteceda siempre a la mayor parte de aquélla, por más que sólo sea en unos milisegundos. Eso es algo tan natural como el que la electricidad pase por cables antes del que pueda llegar a encenderse ninguna bombilla. Lo más difícil de comprender sería en realidad al revés...
 
Pero además [como nos explica bien el científico Ignacio Morgado, clara mente], si nos expresáramos afirmando que nos engaña el cerebro, quizá sin darnos cuenta estaríamos presuponiendo algo que no exista en realidad. Porque, ¿quién es ese nos del que hablamos?, es decir, ¿quién soy yo? ¿La carcasa que resta cuando extraemos el cerebro de mi cuerpo? Tengamos realismo: si analizamos, más detenidamente, nuestra propia naturaleza no tardamos en darnos cuenta del cómo antes que nada somos nuestro cerebro y la mente por él creada.
  
Porque si hubiese algo en el cerebro que decide por nosotros deberíamos aún preguntarnos si dentro de aquel algo hay también otro -más...- que toma decisiones por él, y así sucesivamente en alguna fantástica cascada imaginativa comparable a las matrioskas, esas bonitas muñecas rusas.
  
Por extraño que parezca, una mente -más que incluso el cuerpo- es lo más propio y familiar que tenemos: aquello con lo cual se identifica más cada uno de nosotros. Tan sólo aquello que nuestro cerebro y nuestra mente son capaces de percibir o conocer nunca nos es ajeno. Lo que no exista en nuestra mente tampoco existirá, para nosotros; y si el cerebro se altera la mente, también, lo hace.
 
A pesar de todo esto, analizándola introspectivamente o mirando cada uno de nosotros hacia su propio interior, podemos tener la errónea sensación del ser la mente algo añadido al cuerpo y diferente a él; en lugar de alguna manifestación tan inseparable del mismo, particularmente del cerebro, como el movimiento de la rueda.
  
Aunque resulte paradójico, el único modo que tenemos de conocer nuestro cuerpo es mediante la propia mente, esa mente que crea él mismo. Es decir, es por la mente que llegamos al cuerpo del cual ella depende, no al revés... Por esa razón, si fuera posible trasplantar el cerebro de un cuerpo a otro lo que haciendo estaríamos en realidad no sería ningún trasplante del cerebro, sino de cuerpo.
 
Precisamente una de las cosas que hará el cerebro es que nos sintamos ubicados en nuestro propio cuerpo. Es una percepción tan poderosa que rara vez se planteará cómo es posible. Cuando nos desplazamos desde un lugar a otro nuestra mente viaja con nuestro cuerpo, encerrada en él como su permanente prisionera, eterna. No concebíamos como natural sino el que nuestra mente pudiera sentirse dentro de nuestro cuerpo.
  
Ahora sabemos que dicha percepción la crea el cerebro sincronizando cuanto vemos con lo que sentimos al mismo tiempo en nuestros cuerpos. Alterando artificialmente esa sincronización, Henrik Ehrsson y otros investigadores del Instituto Karolinska -en Stockholm- han demostrado cómo cualquier persona puede trocar tal ilusión de pertenecer a su propio cuerpo por la del estar ubicado en otro diferente, sea natural o artificial.

Su dispositivo consistió en unos visores por los que el sujeto experimental visualiza imágenes distantes de él mismo tomadas con una cámara de vídeo situada tras él. Cuando el experimentador golpea suavemente el pecho real del sujeto con un pequeño bastón de plástico y simultáneamente hace simulacros tocándolo también virtualmente con otro bastoncito que sitúa delante de la cámara de video, el sujeto -que siente como su pecho es entonces golpeado al mismo tiempo que ve en primer plano un bastoncito pareciendo golpearlo- logra percibirse a sí mismo desde las distancias, tal como lo capta en ese momento la cámara del vídeo.
  

  
Y vive sin vivir en él, podríamos decir (ver la figura B), parafraseando a Sta. Teresa. La experiencia es aún más impresionante, pues cuando el experimentador hace el simulacro de golpear con un martillo al cuerpo virtual, el sujeto siente idéntico miedo que cuando tal amenaza se cierne sobre su cuerpo real.

Y recientemente ha ido más lejos H. Ehrsson al conseguir mediante procedimientos similares que la mente del sujeto experimental siente trasladarse al cuerpo de otra persona, una pequeña muñeca Barbie o, incluso, un maniquí gigante.

La ilusión se parece tanto a lo real que cuando aquellos participantes en el experimento sintieron un pequeño cuerpo de su muñeca como el suyo propio percibían los objetos circundantes mucho más grandes y lejanos; es decir, sentían como gigantes los dedos o el lápiz que tocaba las piernas de la muñeca, en esa situación percibidas como las suyas propias. Algunos participantes ni siquiera se dieron cuenta del extremadamente pequeño tamaño del cuerpo de la muñeca, y lo único que al parecer sintieron fuera estar localizados en un mundo de gigantes.

Eso significaría que aquel tamaño perceptible respecto de nuestro propio cuerpo nos sirve como referencia -métrica- para evaluar el tamaño y las distancias en todo nuestro entorno, explicando también la común experiencia del sentir más pequeños que cuanto recordábamos aquellos lugares u objetos de nuestra infancia cuando los volvemos a visitar ya crecidos con un cuerpo de mayor tamaño.
   
En cómo sentimos nuestros cuerpos hay además algo muy especialmente misterioso. Aunque todas las sensaciones y percepciones genérelas el cerebro, nunca lo sentimos con él; sino por las partes más estimuladas del cuerpo. Si nos tocan desde una mano sentimos el tacto en ésa mano y si lo hacen por la cara lo sentimos con ella, pero en realidad son partes de la corteza cerebral que reciben informaciones de manos o cara las que originan esas sensaciones.

Una prueba para ello es un síndrome clínico conocido como "el miembro fantasma", que pasa en pacientes a los que se les han amputado brazos o una pierna y durante algún tiempo siguen manifestando tener sensaciones de tacto y dolor en el miembro que ya no tienen... Aún más sorprendente resulta la observación de que algunos pacientes que tienen dañado su cerebro pero no han sufrido amputaciones pueden manifestar la presencia de más de dos manos o pies, e incluso dejar de reconocer bien -como propia- una de sus piernas.

Todo ello es prueba de que son el cerebro y la mente quienes crean la imagen y percepciones que tenemos de nosotros mismos llegando incluso a superar a la realidad.

  
  
Pero no sólo son neuro-psico-biólogas lumbreras quienes pueden opinar eso, tan contundente; también intelectuales humanistas, como el prof. Markus Gabriel, se producen por muy análogas ondas: "nos autoengañaremos para evitar la responsabilidad que se deriva del entender quiénes somos, en realidad".
  
   
Merecería ser escuchada su lección [por aquí, breve]...
  

1 comentario:

  1. Cuando estudiamos por qué sufrimos las personas, encontramos que siempre se debe a una distorsión en nuestra percepción. Esto es, un estado mental se vuelve dañino porque distorsiona alguna característica de lo que se observa. De modo que cometer la equivocación de ignorar la verdad y relacionarnos con algo inexistente acaba siendo sufrimiento.

    Por consiguiente, decimos que los estados mentales negativos son producto de una falta de sabiduría y el sufrimiento, de un estado de ignorancia. Cuando atribuimos características inexistentes, sean negativas o positivas, a los fenómenos y personas con los que nos relacionamos, estamos creando sufrimiento y lejos de la sabiduría.

    En el estado de ignorancia creemos que las cosas existen por sí mismas e independientes. Mientras que con sabiduría nos hacemos conscientes de que todo está interrelacionado (…) Se trata de descubrir la diferencia entre el modo en que parece que existen las cosas y el modo en que existen en realidad.

    Cuando usamos cualquier objeto o nos relacionamos con una persona, lo hacemos como si existiera por sí mismo,
    independiente y autónomo. Sentimos que constituye una entidad separada (…) Sin embargo, esto es falso. Ningún objeto existe por sí mismo e independiente de nuestra mente. Por ejemplo, leyendo una revista. Sentimos que está ahí, estuvo antes y seguirá estando después.

    No vemos un conjunto de hojas impresas y encuadernadas, antes que nada vemos una revista. Cuando, en realidad estamos usando una pila de papeles creemos tener una revista. Los diferentes elementos que percibimos, el papel, las tapas, la tinta formando letras, etc., se configuran en un todo global que supera la realidad tangible. Nunca tocamos la revista, sólo tocamos papel; no leemos ninguna revista, desciframos letras estampadas en un papel. Sin embargo, nuestra disposición habitual y acostumbrada es sentir que tenemos una revista y la estamos leyendo.

    Aprendimos la idea de revista y el concepto se convierte en fenómeno. Lo que es sólo una idea, al encontrar un conjunto de elementos con los que concuerda, se materializa en la realidad. Aquí está la distorsión, la idea se añade a lo real.

    Buda explicaba que el modo de llegar al fin del sufrimiento era ver única y exclusiva-mente lo que se ve, oír sólo lo que se oye y conocer meramente lo que se conoce. Es decir, saber que existe solamente eso y nada más. No hay ninguna característica intrínseca que pueda verse, oírse o conocerse.

    Nos relacionamos con objetos, fenómenos y personas creyendo que tienen características propias, independientes, cuando eso no es cierto. Esto que percibimos no se encuentra en la realidad, y en consecuencia respondemos con apego, aversión, envidia y el resto de mentes negativas.

    Llamamos sabiduría a este modo de percibir los fenómenos del mundo que capta su vacío de existencia inherente. Su opuesto es la mente que afirma que todo es real en sí mismo. Como acabamos de ver, esta ficción que atribuimos a las cosas es la base en que se apoyan todos esos estados negativos.

    Un aspecto muy importante de esta sabiduría es su aplicación a nosotros mismos. Parece que existimos como personas separadas e independientes, pero si aplicamos la sabiduría y nos fijamos, no encontramos nada. Es decir, aunque sentimos de un modo muy patente “yo soy alguien, estoy leyendo, necesito beber algo, etc.” la realidad es que no hay nadie aquí. Existimos como un conjunto de procesos interdependientes pero no como seres individuales.

    El verdadero progreso espiritual va encaminado a soltar todo, a desprenderse. La con-ciencia de la ausencia de un yo verdaderamente existente nos confronta con que no hay nada a lo que poder aferrarse, ni siquiera un ser espiritual.

    No es fácil asumir el ensueño en que vivimos. Por esta razón conviene tener muy presente que el objetivo es dejar de sufrir, debemos recordar que la única opción para vivir en paz es desarrollar esta sabiduría. Si entendemos esto, haremos el esfuerzo de atravesar todas las dificultades y podremos llegar a la meta.

    Juan Manzanera (‘VerdeMente’ nº 209, febr-2017)

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